viernes, 9 de julio de 2010

CANTO Y SEÑA DE JULIO CARMONA*

El canto es el latido creador de la poesía. El Poeta, ante todo, canta. El canto, de antiguo, significa modulación de sentimiento. Y, de hecho, se manifiesta en una u otra forma poética. Y no hay poesía que no cante en voz alta la trascendencia de su contenido. O, de lo contrario, no es poesía.

Mas el canto, en estos últimos años, estaba siendo desvirtuado en los escalones de una acezante prosa y debido al atropellado esfuerzo de numerosos jóvenes autores en pugna por arribar lo antes posible la estrecha azotea de la celebridad. Prueba de ello tenemos en la ingente cantidad de composiciones publicadas en libros y revistas y que, de pronto, perecen sin pena ni gloria como papeles desglosados al azar, hojas secas de un frustrado deseo confesional, pajas de una teorética existencial y, por lo tanto naderías volanderas. Todo esto también como resultantes de aquella bretoniana “crisis de conciencia” o, en otras palabras, la sempiterna desesperación pequeño- burguesa. A la que cabría agregar el efecto de una violenta ruptura con el acervo lírico castellano, la causa de una fuga de la comunidad cultural de nuestro medio y, en última instancia, la consecuencia de un desventurado afán de trasplantar los angustiados estados de ánimo de un Wallace Stevens, de un Ezra Pound, de un T. S. Eliot o de un Dylan Thomas.

El canto, sin embargo, nuevamente se va perfilando en fluida continuidad sin nudo pese al contrabando de cuños ingleses y norteamericanos. El canto jamás podrá morir ni desfallecer mientras existan poetas que tañan sus fibras sensibles al menor estremecimiento individual o colectivo –sea en el campo o en la ciudad-, mientras insurjan aedos conscientes de su origen, de su vocación y de su inflexible textura arbórea. Para confirmar el aserto me bastará mencionar, dentro de los doce últimos años, dos voces distintas, no distantes, pero firmemente pródigas: la de Antonio Cisneros y la de Marco Martos. Voces de timbre claro que sienten, piensan y suenan en castellano.

Esa misma pasión vitalmente hispanoamericana se vuelve a dar en estos momentos con la presencia insoslayable de nuevos poetas de raigambre popular. Repito: de raigambre popular que no es lo mismo de versificadores pop o populistas. Estoy hablando, sin lugar a dudas, de poetas como Eduardo Ibarra, Artidoro Velapatiño, Alberto Alarcón, Julio Carmona, quienes, de modo natural, vienen a constituir una definida línea poética, muy aparte del confuso enjambre eliotizado. Y digo línea, entendiendo que si bien tienen diferencias formales se integran sustancialmente en concepción ideológica y actitud literaria. Cantores de plectro en pecho, todos y cada uno de ellos, suscitan y mantienen sus valores de creación en definitiva función de pueblo como de combate por la concreción de nuevas formas de vida para las clases explotadas de la sociedad.

Mencioné al joven poeta chiclayano Julio Carmona porque a él precisamente pertenecen estas páginas liminares. Julio Carmona no es para muchos, en verdad, un poeta desconocido. Su voz es bien apreciada, gracias a su inquieta participación en diversas actividades intelectuales, especialmente en lo que concierne al evento literario. Hace algunos años editó su primigenia obra de poesía: “Mar Revuelta”. Sus poemas en aquella época eran breves muestras dotadas de una virtuosa concisión, un mundo múltiple de imágenes, en las que se imponía la pulcritud formal como el contenido grávido de sugerencias. Creo que su tarea órfica de entonces era un vivo trasunto de su emoción creadora, la impronta de su espíritu y, de sobremanera, el inicio de su significación verbal. Sea como fuere anunciaba ya la certidumbre de su vocación y la evidencia de su tonalidad.

De Julio Carmona tenemos ahora su segundo poemario intitulado “A Nivel de la Arcilla”. Página a página recorredlo. Es un camino poblado de cantos a son de hombría. Cada canto tiene mucho de su experiencia de hombre que anda, que piensa y que demanda clamorosamente amor, entereza justicia social. Pero cuidado, que el canto de Carmona no pretende “epatar” al burgués ni al pequeño burgués. El tan sólo expone –en este volumen dedicado a la autora de sus días– temas de un diario acontecer: su certificación poética, su crítica y su autocrítica, su identidad sentimental, sus efusiones familiares, sus adhesiones fraternas, sus hesitaciones de ser social y sus elegías por los combatientes civiles caídos en acción de lucha.

Aquí –en su libro- Carmona sabe darse, de canto a canto, pleno de pasión y ternura sin ocultar sus vertientes de inspiración. Están, por ejemplo las citas que ha elegido de verdaderos hombres y poetas verdaderos como Rabindranath Tagore, Albio Tibulo, Angela Figuera Aymerich, el Che, Juan Ojeda, Manuel Acosta, José María Arguedas, Blas de Otero, Antonio Machado, Carlos Marighella. Justo y meticuloso del lenguaje (salvo ese uso de neologismos como “mitinan”, “vaivenar”, “noticiando”), ha logrado establecer una sensorial comunicación con el gran oído popular. He ahí sus metáforas, por ser directas, no son exangües ni desprovistas de energías. Su mismo estilo, guiado por un pensamiento reflexivo, se hace ubérrimo sin perder por eso su humanidad. Y finalmente, no tiene un pie de canto en que la palabra no consiga acentuar su paso vivencial.

Hubiera querido, en mi calidad de prologuista, analizar uno a uno los poemas que conforman esta obra. Pero temo arrebatarle tanto al autor como al lector ese exclusivo derecho de re-creación y emotividad. Me basta, sin embargo, recomendar una y otra repetición de lectura, porque Julio Carmona, a través de su libro presente, valoriza los actos de la poesía con la materia dócil de su corazón. Y, en definitiva, nos entrega un camino hacia el mañana. Un camino para todo aquel que tenga el corazón en su sitio.


Chosica, agosto, 1972.

* Prólogo al libro de poemas A nivel de la arcilla.

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